Viernes 17

Ayer fue jueves «santo». Lo olvidé. Tal día como ayer dejamos sin santos la austera iglesia de los franciscanos. Fue por imperativo temporal. La lluvia cae y, a diferencia de los campesinos españoles, no podemos irnos al bar a contarnos batallas. La nuestra es batalla diaria. La iglesia está que se cae. No es metáfora. Es pura descripción: cada mañana aparecen nuevos cascotes que caen durante la noche. Van a reformarla y necesitan que quitemos todos los santos posibles. Además, habrá que desalojar todos los cacharros ubicados en el campanario. Hay muchos, la mayoría auténticas reliquias que deben estar allí un siglo como mínimo. La tarea es más dura de lo que parece. Pensé que el santo más «pesado» era Tomás de Aquino. Leerlo –y entenderlo– es un auténtico desafío. Una cosa es repetir lo que otros repiten sobre él (especialidad de la mayoría), y otra bien distinta acercarse a su obra. Decía, pues, que los santos «cero» -como esa Coca Cola tan en boga– no existen. Tanto es así, que algunos se quedaron donde estaba. Bajarlos era cuestión de vida y muerte. La mañana fue durísima. Ya se sabe que los franciscanos son muy defensores de la «fraternidad» y la «austeridad». Ése es, supongo, el motivo que justifica la cantidad de cacharros que, en mi opinión, parecen inservibles: bidés, tazas de wáter y un largo etcétera. Sé que no es el síndrome de Diógenes, pero, desde luego, espero y deseo que todo cuanto tuvimos que bajar a mano (desde algo así como una tercera o cuarta planta) recupere con el paso y el peso del tiempo su funcionalidad. Porque doy testimonio de que no se tiró absolutamente nada. Ingenuo de mí –que poco franciscanos soy, por Dios– pensé que la amalgama de utensilios presuntamente inservibles caería en algún contenedor de basura. Pues no: se reubicó e incluso se rehabilitaron algunos cacharros. Eso sí, como era de esperar, los santos fueron trasladados a un lugar bien seguro para ser resguardados de la reforma obrera que se avecinaba. Podemos decir, por tanto, que nuestra mañana del jueves fue el sueño imposible del buen ateo: desmantelar la iglesia. Nosotros, que conste, lo hicimos con auténtica devoción, respeto y cariño.

Ya el viernes los chicos nos quedamos en el Centro Cultural. La mañana estará dedicada a limpiar todas las instalaciones. La semana es tan dura, que las labores parecen ahora casi anecdóticas: barrer, fregar, desempolvar, pintar (sobre todo Sergio-Luigi Benavent y Miguel Vidal)… Juanjo, que es un hombre prudente, precavido y observador, cierra todas las ventanas del centro cultural. Teme que desde el exterior alguien vea que nosotros no somos unos puros machos marroquíes. Allí ocurre como en la España más machista: los hombres no pueden realizar tareas consideradas socialmente «de mujeres». Sabe que si nos ven, acudirá la policía. O vendrán a arrojarnos piedras. Yo no había caído en ese detalle, nada trivial. Hay que regresar –enteros, si es posible– a España. A mí no me importaría barrer la calle. Eso en Marruecos es un acto de rebeldía. Posiblemente, hubiera aparecido en la portada de la prensa. Tampoco me preocupaba. Tal vez conseguiría convertirme en un símbolo de rebeldía, como Luther King o Gandhi. Morir en defensa de una causa noble, como ya hizo también mi amigo Sócrates, es plato de buen gusto. A mí no me importaría si sirve para mejorar moralmente la humanidad. También hay que decir, en honor a la verdad, que eso de pasar a la historia y formar parte del temario de los libros de Ética es algo que me gusta. Pienso que es lo más parecido a alcanzar la inmortalidad. No la deseo, pero siempre me ha parecido una idea curiosa. Más que saber vivir hay que saber vivir. Y yo, a esa lección, todavía no he llegado.

La tarde del viernes será muy amena, casi lúdica. Escucharemos el testimonio de tres cooperantes musulmanes que dan testimonio de su relación con los franciscanos: Ashisha, Saffá y Hassan. Además, nos ofrecen un curso rápido de árabe para náufragos. Lo pasamos muy bien. Fue divertido. Pero la verdadera fiesta estaba al llegar. Se celebra el cumpleaños de Mª Lluch, alumna de 4º de ESO. La celebración es por todo lo alto y nos ofrecen varias tartas, té y otros manjares típicos de la tierra. Darkhiya, la mujer que ayuda en casa de los franciscanos, trae también unas tortitas típicas. Ésta es, además, una experta en el baile. Al principio muestra timidez, pero después de cantarle a la niña un plurilingüe cumpleaños feliz, bailamos todos al compás de su música. Bailamos todos largo y tendido. Salvo Juanjo, que como buen observador es también astuto, y aprovecha el momento para grabar múltiples vídeos de valor incalculable. Supongo que los guarda como oro en paño. Del mismo modo que algunos coleccionistas guardan con recelo, por ejemplo, un pelo de Bruno Lomas, él debe tener esos vídeos bajo candado. Me lo imagino viéndolos alguna que otra noche, muriéndose de la risa, y siempre pensando en que esos testimonios gráficos históricos, bien pueden valer como amenaza futura. Es posible, quién sabe, si los cederá en momentos clave de la biografía personal de cada uno de nosotros. Por ejemplo, cuando yo cumpla 60 años. O si algún día me convierto –Dios no lo quiera– en Ministro de Educación, como mi compañero Gabilondo. Esto son, desde luego, elucubraciones mías. Pero siempre he pensado que la gente que duerme poco, como él, es más dada a meditar las cosas. Por eso fue el más inteligente de la noche del cumpleaños. Aprovechó la coyuntura para cazar momentos inéditos, al estilo del paparazzi que, según leo hoy en prensa, pilló a un futbolista rapado con una chica que se apellida Hilton, ambos, parece ser, muy famosos y muy ricos.

Ni qué decir que yo no pude catar absolutamente nada. Mi tarta de miel ha sido muy bien amortizada. Fue el último «manjar» del viaje. Estaba muerto de hambre. Mi estómago pedía compasión. Todos comían salvo yo. Y cómo comían. Por eso me decidí a bailar un poco. Era la única alternativa educada. O eso, o largarme. Pero conociéndome, podría haber ingerido alguna otra sustancia no identificada. Y tal vez eso hubiera sido mi muerte. Mejor no salir solo a la calle. El estómago pide venganza y no es cuestión de jugar con la salud. De tanto en tanto, recordaba algunos de los mejores restaurantes en los que he comido o cenado. Creo que el ser humano tiene, además de cuerpo y alma, estómago. Éste es un órgano diferente, con vida propia, autónoma. Soy el primero en defenderlo, por cierto. Una cosa es lo que piense el alma, otra la que pida el cuerpo, y otra bien distinta lo que diga el estómago. El mío pide salsa, aunque sea barbacoa o pimienta… Es curioso cómo el estómago se sobrepone al pensamiento en momentos puntuales. Pienso que, si regreso vivo a Valencia, celebraré la vuelta comiendo algún manjar en el restaurante argentino La Aldea Española, frente al Hospital La Fe. O, si quiero algo más sublime y sibarita, iré al restaurante El Gourmet de Valencia. Incluso una pizza típica del Pistacho de Cullera me parece un manjar de dioses. Cuando el estómago se empeña, el mundo se reestructura. Mi realidad es ahora una realidad estomacal. No me interesa la filosofía ni el arte ni la pintura. Anhelo recuperar mi vida gastronómica. Un hombre llega a ser quien es gracias a su ruta gastronómica. Quien de hamburguesas vive, de hamburguesas muere. Recuerdo a mi madre despotricando contra un refrán que le recuerdo cada vez que la veo cenar más de la cuenta: «de grandes cenas las sepulturas están llenas». Pero, mira por dónde, creo que nunca más se lo recordaré. Lo borro de mi mente. O mejor, de mi estómago.

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