Martes 14

Buenos días. Pensé que me costaría dormir. Por fortuna, desacerté. Comparto habitación con Andrés y Enrique, excelentes compañeros de habitación que, al igual que yo, duermen de un tirón. A última hora de ayer me dio un ataque nostálgico de pesimismo antropológico. Estaba convencido de que moriría en Larache. En verdad, ya pude presentirlo ayer cuando subí al taxi que nos condujo a la ciudad. Fue todo un acto de fe. Conclusión a posteriori, de acuerdo; pero no se puede imaginar, lector, cómo se las gastan los «profesionales» de la carretera. Todos conducen el Mercedes «cero», o sea, el primero que apareció en el mercado, supongo que a finales del siglo XIX (y descendiente del troncomóvil del mismísimo Pedro Picapiedra). Menudas carracas de museo. Ahora bien, cómo tiraban los condenados. Sus asientos mugrientos y repletos de polvo me hicieron pensar que apenas correrían. Y es cierto, no «volaban». A mí me preocupaba la física (el motor del coche), pero no era ése el problema. Era más bien un asunto metafísico (el alma del conductor). Recordé algunas discusiones de la metafísica clásica e, ipso facto, un mar de dudas atormentaban mi ánimo: ¿Existirá el permiso de conducir en Marruecos? En caso afirmativo, ¿es una garantía que lo tenga el conductor? ¿Será, tal vez, un permiso de circulación de modalidad sanguínea, que pasa generación tras generación, al estilo de la monarquía española? ¿Por qué no hay policía? ¿Por qué he visto uno que parece el charcutero de mi barrio? ¿A qué se debe ese uniforme tan cutre, como una especie de delantal blanco? ¿Por qué me mira de reojo el taxista? ¿Por qué hay niños que circulan a pie en medio de la autovía? ¿Por qué la autovía carece de señales? ¿Y cuál es el motivo por el que hay colegios en medio de la autovía? ¿Y cómo narices pueden dormir Enrique y Mª Lluch si estamos en el abismo de la muerte? ¿Soy el único que teme por su vida? ¡Dios! ¿Qué hace un chico como yo en un sitio como éste?

Juanjo ya está preparado a las siete de la mañana. Apenas duerme. A las muchachas les cuesta muchísimo levantarse. Los chicos son más rápidos y se incorporan a la vida con mayor agilidad. Estoy contento porque la pastilla contra la alergia que me tomé dio buen resultado. Si no hubiera sido así, cada noche se convertiría en un infierno. Olvidé en España el Ebastel. Éste fue, en realidad, el origen de mi pesimismo de ayer. Sin él no puedo dormir en los lugares polvorientos. Y Marruecos es el país con más polvo por metro cuadrado. Giuseppe me acompañó a una farmacia para conseguir algún medicamento parecido. La parca me rodea. Lo sé, lo sé. Añádase que dejé voluntariamente la melatonina. Juanjo me prohibió cogerla y ésta es mi medicina natural en casos de insomnio. Cuando estás lejos de casa añoras no sólo a tu gente, sino también a las «cosas». Echo en falta mis medicamentos, el mp3, algún libro, mi ordenador… ¡Me han dado tan buenos momentos! Sé que parece extraño, pero es así. Parece cómico, pero el tema da para escribir un libro cuyo título bien podría ser No, sin mi Ebastel. Entre el sujeto y el objeto sólo hay una delgada línea.

Ya desayunados (las chicas «objetan» a la primera comida del día) nos dirigimos al Colegio de Nuestra Señora de los Ángeles, de las Hermanas Franciscanas. Suponía que lo que dijeron ayer no era broma. Les vendría bien que limpiásemos un enorme solar repleto de hierbas salvajes, bárbaras, rebeldes… No me sorprendería que allí rodaran, in illo témpore, Tarzán en la selva. Lo más curioso es que hay un «encargado» de mantenimiento. Dónde está y cuál es su trabajo son motivos que desconozco. Sólo sé que nos prestaron sus herramientas y estaban completamente oxidadas. Nos miramos unos a otros. ¿Quién empieza? Difícil cuestión. Necesitamos un momento para percatarnos de que ése es nuestro trabajo. Sólo nos librará de éste un ataque al corazón, de los fulminantes, claro. A mí no me da ni un ligero mareo, así que va a ser que no me escapo. Sergio y Miguel son los primeros en arrancar y no dudan en adentrarse a la jungla. Me dieron una lección de valentía. Por un momento pensé que su vida era el campo. Trabajaron allí como si estuviesen en su hábitat natural. Cogí temeroso los alicates (herramienta de campo que nunca había visto en mi vida) y corté los matojos que rodeaban la jungla. Qué trabajo más desagradable. Peor era la tarea de los chicos. Éstos quedaron engullidos por la jungla. Poco a poco, gracias a su enérgica y tenaz laboriosidad, además de su constancia, consiguieron que la jungla deviniera en un adecentado solar.

La mañana fue dura físicamente. La tarde también lo será, pero anímicamente. Sor Isabel nos acompaña a conocer la «realidad» de algunas familias de Larache. Sorprende el cariño que le tienen los niños de la calle. Nos cuenta que éstos nunca están en casa, son espíritus callejeros que merodean las calles muertos de aburrimiento. Es lógico, incluso comprensible. Es difícil «vivir» en «casas» de cinco o seis metros cuadrados. Sus viviendas carecen de habitaciones, baño, cocina, etc. Así yo también me pasaría la vida de callejuela en callejuela. Su «normalidad» es toda una «anormalidad». También lo es, a mi modo de ver, la de nuestros alumnos. Los marroquíes no entienden de actividades extraescolares, ni de clases de refuerzo de inglés, ni de escuelas locales de fútbol u otros macramés. Nuestros alumnos ocupan su poco tiempo libre en éstas y otras actividades. No disfrutan del vagabundear por las calles, que en su justo término medio es una virtud. Pienso en Aristóteles: ¡es tan difícil no caer en el exceso o el defecto! Por si fuera poco, nuestros jóvenes disfrutan del ocio encerrados en su habitación… Ya saben, internet y tal. ¿Qué harían en una ciudad como Larache? Qué desproporcionado es el mundo. Unos, todo el día en la calle. Otros, todo el día encerrados (en su habitación, en las clases de repaso, en el colegio…).

Visitar a las familias es como bajar al infierno. Cada una esconde su biografía particular, su microhistoria íntima, sus desgracias personales. Comparten todas, eso sí, la miseria, la desdicha y los avatares propios de unas gentes que se conforman con «sobre-vivir» más que de «vivir». Familias de seis y siete miembros, por ejemplo, que cohabitan en «mal-viviendas» de cinco, seis o siete metros cuadrados. No exagero. En alguna, tal vez, diez metros cuadrados. La vivienda es una habitación en sí, es decir, carecen de la división del «hogar». Entras en cada uno de sus habitáculos y ya ves cómo es toda su vivienda. En realidad, no hay nada que enseñar. Todo cuanto se ve desde su puerta es todo cuanto poseen. En dos de las tres familias que visitamos había enfermos, uno de ellos con un cáncer terminal: dormía postrado en el suelo, viendo televisión, y allí era donde día y noche malvivía como podía.

Describir su vida familiar es difícil. Su mundo no es el de nuestro reino. Una viuda malvivía con sus tres hijos pequeños. Su alimento depende a diario de las Hijas de la Caridad. Pude ver como Sor Isabel le entregaba un sobre cerrado. Era un dinerito para que pudieran comprar las «cosas» más indispensables, que no son cosas en realidad, sino «necesidades de primer orden»: alimento, ropa, estudios… La hija mayor de la viuda, de dieciséis años, quiere estudiar Enfermería. Es una buena opción, según la Hermana. La chica obtiene excelentes resultados. Su madre nos enseña orgullosa las notas. Pero su realidad es dura: costear sus estudios es imposible. Le pregunto cuánto puede costar en Marruecos cursar toda una diplomatura de Enfermería: «entre mil o mil quinientos euros, como mucho». Es, por cierto, parte de la cantidad que algunas universidades privadas cobran al mes (no en tres cursos). O sea, casi es un precio de saldo, visto desde la perspectiva del europeíto de clase media-alta. Pues bien. Ni para eso les alcanza. Sor Isabel muestra una mirada apenada, de tristeza profunda. Sabe que si no consigue el dinero, está escrito el futuro de la chica: se vende a un hombre que la convierte en su esposa y, ya de paso, en esclava. El optimismo de la Hermana acongoja: «conseguiré el dinero, como sea, pero hay que conseguirlo». Así sea.

De regreso a nuestra casa, Sor Isabel nos cuenta, al hilo de lo ocurrido, que dedicarse a la enfermería es un modo de vida decente pero tampoco ideal. Dice que da para comer lo justo, pero, como las enfermeras son muy valoradas socialmente, pueden alimentarse de los regalos que les ofrecen las familias, casi siempre alimentos de su cosecha. Comenta que si una enfermera come de lo que le regalan puede ahorrar bastante con el sueldo del trabajo. O sea, que nadie piense que trabajar en Marruecos es como en España. Allí un trabajo no te garantiza un bienestar ni pertenecer a una clase media-alta. Sirve, que no es poco, para comer y no estar esclavizada a las órdenes de un intransigente mono vestido. Sirve, además, para conquistar un poquito de autonomía, algo muy valioso en un país en donde la mujer ocupa un nulo papel socialmente.

Si me pide pruebas, lector, hételas aquí. Nos dirigíamos al hogar de una mujer que Sor Isabel conoce desde que era una niña de dos o tres años. Hoy tiene dieciocho o diecinueve. Golpea una puerta entreabierta. Llama a la chica. De repente, desde lo más alto de la calle viene corriendo un chico joven de mi edad (o sea, un veinteañero largo). La Hermana ha entrado y éste cierra la puerta. Se oyen como gritos de dentro. No entendemos nada de lo que dicen. Helena y Enrique se miran. También yo los miro. No entiendo nada, aunque lo presiento. Cinco minutos después, aparece Sor Isabel . Reaparece su mirada triste, propia de alguien que ve con sus ojos un mundo que no siente como suyo. Nos informa de la situación: el perro rabioso es el marido de la jovenzuela. Ésta no puede salir de casa por orden del susodicho. Dentro de la casa, nos cuenta, va completamente tapada y con gafas de sol. No puede salir ni puede hablar. Según la Hermana, es uno de esos integristas que entiende que la mujer no puede salir de su casa. Y nadie entrar a ésta, es obvio. Por si fuera poco, el que yo fuera un chico joven (y no sé si de buen ver) enojó a su marido, que impidió acercarse a su esposa a Sor Isabel. Ésta le insistía en que no quiere hacerle nada, sólo hablar con ella para que le diga cómo se encuentra. No puede ser. Caso perdido. Después de contarnos la situación, las palabras de la Hermana lo dicen todo: «ya no puedo hacer nada, es la segunda vez que lo intento y es para peor, no podré verla de nuevo ni conseguir que estudie para ganarse una vida mejor».

A todo esto, éstas eran las visitas de mi grupo. Parte de lo que vivimos. Es difícil reflejarlo negro sobre blanco. Araceli conoce otras familias. Otras realidades, otras vidas, otras biografías de libro, cada una con sus miserias morales. Eso sí, la lección del día, la que todos pudimos compartir en cada visita, es que cada familia da todo cuanto tiene, que es bien poco. Nos recibieron con un cariño inusual, como si fuésemos vecinos de toda la vida, ofreciéndonos pastitas y té aunque esto les supusiera quedarse sin cenar. Nos abrieron las puertas de sus «casas» para recibirnos como mejor pudieron. Cuánta grandeza moral ante tanta miseria y ruindad.

Es, para mí, un día durísimo. Necesito dormir. Además, hoy padecí en mis propias carnes lo que llamaría filosóficamente la levedad de mi ser. Por las callejuelas de Larache, y pongo a Sor Isabel como testigo, me arrojaron tres pedruscos. Eran unos muchachos que, según la Hermana, se divierten haciendo eso. ¡Claro! Todo el día callejeando y es lógico que se les ocurran maldades de esa índole. Les digo varias veces que no tiren piedras, que eso no se hace. Se ríen. Tampoco me entienden, ahora que lo pienso. Y entonces uno se da cuenta de que el título de Licenciado en Filosofía, firmado por el mismísimo Rey de España (a cuño, claro), es una alucinación. Éste es un papel de cierta utilidad en España. Ser profesor, de hecho, también lo es. Nos consideramos «alguien». ¿Alguien dónde? Allí no soy ni filósofo, ni profesor, ni Agustín Zaragozá ni nada. Soy uno más. Me pueden apedrear para divertirse, y me doy cuenta de que no puedo evitarlo. No soy nadie. No soy nada. Buenas noches.

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