Jueves 16

Jueves, 16 de abril de 2009

 Sigue la misión en la jungla de la tortuga y en las Hijas de la Caridad.  Estamos en el ecuador de la semana, y ya sabemos cuáles son las tareas mañaneras. Las tardes son más dadas a la improvisación. Hoy toca siesta española. Creo que ésta es una de las malísimas costumbres del país de la picaresca. Los chicos, y más todavía las chicas, disfrutan de sueño de Morfeo en la que se supone es mi habitación. Les encantan los sofás. Duermen apiñadas y muy profundamente. La culpa, a mi modo de ver, es de los padres, que les educan en malos hábitos. La siesta es innecesaria si se duerme como Dios manda. Hay que dormir por la noche, el cuerpo lo exige y lo pide a gritos. A quien no duerme por la noche le visitará pronto la parca. Palabra de honor. Si no fuera así, ¿por qué cree la gente que las horas de trabajo nocturnas cotizan en alza? Les advierto a las chicas que generan malos hábitos de vida. Mis consejos suelen resultarles indiferentes. Allá ellos. Cuando sea la hora, a golpe de campana, les despertaré con un secador. Les cuesta muchísimo incorporarse a la vida después de dormir. Creo que también es culpa de los padres. No consideran un mal hábito la zozobra y la lentitud. No soy amigo de las prisas, pero levantarse de la cama es símbolo de vida y ésta debe celebrarse.

 El testimonio de la tarde les vendrá bien para que tomen conciencia de que forjar una vida digna de ser vivida es tarea ardua. Mustafá duerme en la parroquia de los hermanos franciscanos y come en las Hijas de la Caridad. Duerme en una habitación propia que le ceden Giuseppe y Simeón a cambio de una buena actitud y el cumplimiento de los horarios. Durante el día va a la suya. En cuanto le conocí supe que era una persona de vida agitada. El martes por la noche le hice compañía mientras cenaba. Hablaba castellano con soltura, y era un buen conversador. Nada hay que me guste más que una persona abierta al diálogo. Me pareció un tipo muy sincero y humilde, aunque su aspecto siempre recordaba al del típico hombre de vida calamitosa. Me contó después Simeón que encontraron a Mustafá envejecido, casi sin poder andar, y viviendo en la medina en un cuartucho que compartía con numerosas ratas, escombros y basura. En su barrio nadie le miraba. Era, literalmente, un apestoso.

 Mustafá me habló de fútbol. En Marruecos nadie dialogará sobre ética de mínimos o sobre Adela Cortina, pero, sobre fútbol, todo el mundo tiene exabruptos que soltar. Al amigo le gusta mucho el Valencia, especialmente Villa. Yo no sé quién es ese hombre, lo confieso. Nunca se lo reconocí a Mustafá porque me pareció de mala educación contarle que detesto el fútbol, que me parece uno de los deportes más aburridos del mundo y que no conozco el significado de la palabra corner. Tampoco me preocupa saberlo. Pues bien, paradojas de la vida que en Larache me entero de que perdió el Sevilla y de que el Barça también tiene una magnífica cantera de futbolistas, además de que va camino de la final. Hoy mismo leo a través de la prensa que se juega la Champions. No sé lo que es eso, pero supongo que su importancia tiene, pues El País le dedica siete páginas al evento. Asombroso. Aprovecharé para confesar que seré el único español que no verá la final. Es más, evitaré saber quien gana. ¿Qué me importan a mí esas cosas? Pues bueno, en Larache reina el espíritu contrario: todos siguen el fútbol, y comentan que nuestros equipos son muy buenos. Por eso uno puede encontrarse entre sus calles tiendas del Barça o del Real Madrid. Eso, si fuera historia del arte, se llamaría como mínimo surrealismo. Tiene narices, además, que sean dos de sus equipos favoritos. El Real Madrid es españolista y contrario a la inmigración, uno de esos equipos que fomenta sin contemplaciones el racismo. El Barça es independentista, qué le vamos a hacer. Detesto el fútbol en general, pero, puestos a despotricar, siempre lo haré contra los de la Valencia del Norte y los enemigos de la inmigración.

 Vuelvo a Mustafá. Se considera «bárbaro» porque no sigue el Corán y es un cristiano de última hora. Con él visitaremos su barrio, la zona más pobre de Larache. Se siente orgulloso, y motivo tiene para estarlo. De ser ninguneado y despreciado, hoy los vecinos le saludan y miran con admiración. Para él supone mucho hacer de guía nuestro. Todo el barrio nos mira, pero, sobre todo, miran a Mustafa, el hombre de mala vida que vivía entre ratas y escombros. Ahora es muy querido en el barrio. Nos enseña las callejuelas, vemos cómo se ganan la vida algunos de sus vecinos, entramos a una mezquita en obras y comprobamos que en Larache circula la droga sin complejos. Mucha miseria. Por fortuna contamos con un guía excepcional, pues uno se siente seguro con él. La sensación es lógica: la gente lo conoce y lo respeta a día de hoy, algo que facilita nuestro paseo a pesar de que no pasamos desapercibidos. Cuando danzamos todos juntos somos más ruidosos y más vistosos. Las chicas tienen mucho éxito entre las calles de Larache. Yo invito a alguna a que se busque un novio marroquí. Todas afirman que sus padres las «matarían». Supongo que a mí también como promotor de la idea. Aviso a los papás: no teman que sus hijas busquen novios marroquíes, gitanos, polacos… Todos somos uno. No lo olviden.

 Al regresar a nuestro hogar Mustafá se sienta en una silla para contarnos su vida íntima. A los chicos les impacta. ¡Y a nosotros, los profesores, también! Como era de esperar, había estado varias veces en la cárcel y había cometido todo tipo de fechorías, aparte de juntarse con malísimas compañías y alejarse de su familia. En su barrio nos presentó a su hermana, algo que le encantó para que ésta viera al Mustafá renacido. No obstante, sus andanzas fueron contadas a grandes rasgos. Todavía hay algo de su vida que nadie sabe, ni los propios franciscanos, y que parece guardar relación con el nazismo. Nos dice Simeón que prefiere no preguntarle. Conviene quedarse con la imagen del Mustafá que se puso traje para despedirnos, que compartió su vida con nosotros, unos desconocidos, y que después de una vida indigna de ser vivida, supo reconducirla gracias a los franciscanos y a la buena voluntad de todos… Y, con total seguridad, de Dios.

 Después del testimonio de Mustafá, un breve descanso y a preparar la cena. Para concluir el día compartiremos una oración. Parecía que todo iba a salir viento en popa a toda vela, pero no fue así. Cae la noche y llega el día de «autos». Nunca pensé que la muerte me enseñaría tan de cerca sus garras. A la puerta del mismísimo convento había un señor que vendía una especie de coca de miel. A su alrededor muchos jóvenes compraban pedazos de ésta a un precio que, a cambio de moneda, es irrisorio: veinte céntimos. Curioso que soy por naturaleza, me acerqué al amable viejito para degustar un dulce de la tierra. «Compraré para todos», dijo la voz de mi conciencia. Pero en un momento de inspiración casi divina, y gracias a uno de esos arrebatos de cordura que apenas afloran en mi vida, sospeché que tomarlo podría sentarle mal a alguien. «Si eso ocurre, Agustín» –me dijo una voz celestial– «te cargarás el viaje y apareceremos todos en la portada del Levante». Para terminar contundentemente, la voz finiquitaba mediante un imperativo categórico: «Morirás». Así que aproveché ese arrebato de sensatez, casi milagroso, para pecar por cuenta propia asumiendo el riesgo que conlleva toda ligereza mental. Y casi morí. Sólo media hora después de comerme el diminuto pastelito, mi cuerpo se manifestó. Si fuera políticamente correcto escribiría que me «sentí indispuesto». Pero eso suena muy elegante. No me sentí indispuesto. Me sentí morir. Padecí lo que en romano paladín se entiende como diarrea musulmana. Y no hubo remedio para cortarla o momificarla. Todo cuando ingería pasaba por la trituradora exprés. Todo me sentaba mal, incluso el agua.

 Ése fue el inicio de tres largos días sin comer y apenas beber. Era cuestión de vida o muerte. La propia sabiduría del cuerpo entendía que acudir a un médico (si acaso hay algo parecido en Larache) era firmar mi certificado de defunción. Puedo asegurar que nunca lo pasé tan mal. Fue imposible comer, a pesar de que siempre tuve hambre. Y mi mente meditaba sobre mi posible y cercana muerte. Sócrates fue un héroe: murió tras ingerir cicuta, acusado injustamente por un infame tribunal. Un final de vida así es digno de ser vivido, tiene fuerza literaria, elegancia estilística, ejemplifica una vida moral auténtica y valiente. Pero… ¿y yo? ¿Qué clase de filósofo finiquita su biografía alegando que murió tras comer un cachito de coca de miel? Suena a inmundicia, a cosa pobre, mediocre y sin valor. Ése no podía ser mi final. Pero lo parecía. Si hubiera tenido uno de esos amigos con avión privado, hubiera pedido su ayuda para largarme del país. Ya era lo último que esperaba.

 Nunca olvidaré el rostro del vendedor. Ni el carromato sobre el que vendía esa cosa. O dinamita. Porque, a día de hoy, sigo sin conocer cuáles son los ingredientes que contiene. Meditaba sobre cuál podía ser el motivo por el que pesaba tanto una cosa tan diminuta. Durante unos segundos dudé en la idoneidad de comerla o no. Pero soy muy dado a probar la gastronomía autóctona del lugar que visito. Irme de Larache sin comer uno de sus dulces me parecía descortés. Ahora me arrepiento, pero la bomba ya estalló.

 Me armé de valor y me senté en la cena. No comí pero tuve que confesar mi mediocre pecado. En muchas ocasiones nos dijeron que no comiésemos alimentos de la calle. Caí en la tentación. Me ocurre muchas veces. Soy curioso, insisto, por naturaleza. Por fortuna, pasé una noche más confortable de lo que esperaba. Al no ingerir alimentos el metabolismo se estabiliza. Suerte la mía.

 Mañana es viernes. Hay más trabajo y más experiencias que conocer. Ya no puedo ni comer. Esto parece el final de la novela. No creo que ningún duende me conceda el deseo de restablecer mi salud ipso facto. Y me acuerdo de Serrat, del que no soy muy devoto (pero uno se acuerda de Santa Bárbara cuando truena): «si un día para mi mal viene a buscarme la parca, empujad al mar mi barca con un levante otoñal y dejad que el temporal desguace sus alas blancas…».

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