Miércoles 15

Miércoles

 

Larache es una ciudad con ciertas peculiaridades. Cada noche cae una lluvia fina. Despertamos y el cielo sigue nublado. En pocas horas saldrán los rayos del sol. También la naturaleza humana tiene sus peculiaridades. Fue Heráclito, «el oscuro», quien dijo aquello de que «a la naturaleza gusta ocultarse». Mi naturaleza es oscura. O al menos, confusa. El hombre es un ser de rutinas y transgredir éstas pasa factura. Creo que mi alma y mi cuerpo entran en una agitada disputa: ella es feliz con su nueva vida pero él desea recuperar hábitos cotidianos. Como venganza somática, el cuerpo se manifiesta con un malestar general, o sea, un no estar bien cuyo remedio es inexistente. Cuestión metafísica: el cuerpo, que tiene menos razones que el alma, se engrandece ante las adversidades y destruye mi integridad física. Hay ocasiones en las que la razón de la fuerza se impone y expone sin remilgos. Me siento morir pero en Larache no hay médicos, ni hospitales, ni ambulatorios. Casi mejor intentar sobrevivir o, al menos, revivir.

Hoy toca enfrentarse de nuevo al parque jurásico de las Franciscanas. El final del túnel está cerca pero queda mucho camino por recorrer. Los chicos se sienten allí como en casa. Yo no. Es un trabajo durísimo. Ellos, especialmente Sergio y Miguel, se convierten de la noche a la mañana en hombres de campo. A mí el campo me horroriza. Sé que somos quienes somos gracias al campo. Detrás de toda carretilla hay un gran hombre. Pero ése no soy yo. Supongo que serán, por ejemplo, Sergio y Miguel. Su duro trabajo es digno de admiración. Beben mucho, es lógico. Yo, que soy un ser de cercanías, además de un chico atento y cariñoso con los míos, les compro algunas chocolatinas para endulzar un poco su agria labor. También las Hermanas nos cuidan: hay abundantes tabletas de chocolate Maruja, una marca española (que emula la estética del Nestlé) y que los muchachos devoran sin compasión. Es, posiblemente, uno de los mejores chocolates que he comido en mi vida. Tanto es así, que guardé la dirección de su fábrica para ver si también se comercializa en España. Seguro que no, porque aquí sólo hay forma de comer de manera decente y económica si uno recurre al hacendado de Mercadona. Los mortales austeros como yo evitamos darle «valor» a las cosas (o chocolates) que no lo tienen.

¿Alicates, para qué os quiero? Éstas son una prolongación de mis manos. Qué horror. Cortar ramas y cortar. Y de tanto en tanto, Juanjo recuerda que se trata de limpiar –y no mutilar– la jungla de… ¿De cristal? Bueno, no. La jungla, en todo caso, de la tortuga. Porque eso fue lo que me encontré de una manera inesperada. Qué animal tan repugnante. ¿Qué habrá sido de ella? Supongo que vivirá más feliz, después de las reformas que hicimos en su casa. Y sin pasarle factura. Me da miedo regresar al lugar y encontrármela todavía allí. En mi vida he visto un animal tan repugnante. Además de enorme, su caparazón era durísimo. Podría haberla herido o incluso matado. Hubiera sido el primer crimen de mi vida (algún malpensado sonreirá al pensar que mi primer crimen fue nacer, pero bueno, eso es otra historia). Que no me gusten los animales no excluye que sufra por ellos. A mí me gusta marcar distancias con ellos. Creo que también los animales marcan distancia conmigo. Es una relación de concordia que ya quisiera universalizar al resto del planeta.

Llegan los niños que desayunan y juegan en el colegio de las Franciscanas. Las muchachas juegan con ellos. Les enseño la tortuga como quien enseña un trofeo. Es un animal despreciable pero no viene mal utilizarlo como un medio, y no como un fin. Kant decía que sólo el ser humano es un fin en sí mismo, es decir, posee dignidad y carece de precio alguno. Amparándome en Kant, que no es santo de mi devoción, utilizo la tortuga para que los niños se acerquen a mí. Sí, es cierto, podría buscar otras formas más morales o seductoras. Pero hay que aprovechar la coyuntura y  una tortuga es una tortuga. Conozco de algunos que se aprovechan de sus coches o sus perros para conocer a gente o incluso buscar amores. Yo me apoyo en la tortuga para despertar la simpatía de los niños. Éstos, como es lógico, pasan de mí. Me salió mal la jugada: la sucia tortuga me quita el protagonismo. Su maestra la coge y se la lleva al patio. Me quedo solo y sin tortuga. Bueno, solo no. Allí siguen, en la jungla de la tortuga, los muchachos. Alicates, ¿para qué os quiero? El eterno retorno.

Más feliz que un niño con zapatos nuevos, me marcho a la Casa de la Media Luna para ayudar en la medida de lo posible. Nada más entrar me doy cuenta de que el trabajo que allí nos espera es más «gratificante». Todo cuanto allí hicimos es elogiable, lo sé. Pero, quizá por cuestión de vocación, algunos nos sentimos más a gusto en unas tareas que en otras. Sor Francisca nos manda sacar de las neveras gigantescos sacos de fresas congeladas. Hay que ir poniéndolos en bolsas de plástico para que ocupen mucho menos sitio. La misión consiste, por tanto, en maximizar y rentabilizar el espacio del que disponen en los frigoríficos. Los congeladores que tienen son gigantescos. Casi no llego a su fondo. ¿Cómo se las apañarán las Hermanas para sacar de allí sacos que pesarán, por lo menos, diez quilos? Su vitalidad me abruma. El cariño con el que preparan la comida para los niños es inenarrable. Conocen a la perfección a todos los cientos de niños que van a comer, e incluso se anticipan a ellos y me dicen cuáles serán los que repetirán plato.

Después de la operación fresa hay que servir a los niños, ayudarles a comer y recoger todas las mesas para que entren diferentes turnos. Hay que ir rápido. Acuden en legión y con mucha hambre. Me comenta sor Francisca que muchos de ellos, casi la mayoría, comen a mediodía y nada más. O sea: vienen a comer su comida del día. Mañana, a la misma hora, más. Ni desayuno, ni almuerzo, ni merienda, ni cena. Puede parecer trivial, incluso frívolo, pero desde que descubrí su realidad parte de la mía cambió. No puedo entender que se tire comida. Antes también me parecía inmoral. Pero ahora me irrita. Hasta el punto de que, cuando ceno con mis amigos, evito pedir más de la cuenta para que no asome el insano desperdicio. Y si sobra, a la fiambrera. Sin complejos. Lo hago y lo haré, por cierto, no sólo en mi casa mía o ajena, sino también en los restaurantes. En algunos países ya se hace. Las sobras a casa, no tanto por eso de que pagué la cena, sino porque lo que sobra sirve para el mañana. Causalidades de la vida que, poco después, unos amigos míos que regentan una famosa heladería de Jijona, me preguntaron si quería una caja de fartons. Eran dieciséis paquetes que estaban a punto de caducar. Ni lo dudé: me los llevé todos a mi casa, repartí muchos y todos los otros sirvieron de comida o cena durante días. Hay que concienciar muy en serio a la gente de que desperdiciar comida es un atentado contra la Humanidad. Más todavía cuando uno ve ya en España, en la mismísima Cullera, cómo los inmigrantes buscan entre contenedores restos de comida.

La experiencia en la Media Luna es muy gratificante. La labor que realizan las hermanas es encomiable. Todos los días reciben a cientos de niños, madres y ancianos que acuden para lavarlos, comer, etc. También les dan clase, al menos, la enseñanza más básica. Lidia, por ejemplo, está enseñando matemáticas a un chiquito. Y lo hace, por cierto, después de lavar a muchos niños, además de despiojarles. Después, claro está, a servir. Y es que, si hay dos ingredientes necesarios en la misión, son los de la disponibilidad y la adaptación. Aquí no puedes escoger. Eres más bien un escogido. No hay que pensar. Hay que atender y dejarse guiar. Nada que ver con los trabajos en cadena. Aquí no hay cadenas. Cada día, aunque sea más de lo mismo, es completamente diferente. Entiendo cuál es el motivo por el que tanto se quiere a las hermanas. Su labor es titánica. Todos saben que renuncian a su propia vida. Y renuncian a ella para entregarla a otros. ¿Fraternidad? ¿Solidaridad? ¿Cooperación? Mucho más. No hay valores que recojan el auténtico sentido de su labor, de lo mucho que supone trabajar en misiones. Sé que no estoy preparado para seguir su ejemplo. Para hacerlo, hay que renunciar a todo. No sólo al coche, a la filosofía o al sueldo. También a los tuyos. Porque, aunque parezca mentira, trabajar en misiones consiste, a mi modo de ver, en renunciar a lo que más quieres para compartir algo con los demás: el corazón. Muchos, como yo, sólo queremos querer a los que nos rodean, a los conocidos, pero hay corazones más inmensos que estiman, aprecian y comparten con los desconocidos, con los lejanos y muy especialmente con los débiles.

El día ha sido, una vez más, agotador. No tanto por el esfuerzo físico sino como el anímico. Las imágenes son duras, como es desagradable ver tanta pobreza a tu alrededor, tanta gente que apenas puede comer si no fuera por la ayuda del solidario. Cae la noche y echo de menos leer la prensa. Todos los días, alrededor de las ocho de la tarde, me dedico a esa tarea. Es imposible que pueda dormir sin leerla. Mi cuerpo, muy dado al sofá, me echa en cara lo descuidado que lo tengo. Los placeres quedaron en España. También quedaron atrás temas que vistos desde la lejanía, resultan casi irrisorios: la crisis, ¿qué crisis? ¿La española? Su país –que no el mío– no está en crisis si se compara con Larache. Bueno, hay paro. Pero nosotros, por ejemplo, tenemos la ayuda de nuestros padres, hermanos, tíos… Siempre hay alguien que echa una mano para poder pagar la hipoteca, los estudios del niño, etc. En Larache rige la ley de la jungla de la tortuga: «apáñatelas como puedas», vendría a ser su lema.

Soy poco trasnochador. Eso, sumado al cambio de horario, va a desencadenar en mi cuerpo un colapso general. Él es así de vacilón. Quiere pasar factura. Si lo conseguirá o no, lo desconozco. Pero tengo mal aspecto. Lo veo en las fotografías y en el espejo. Ni sombra del Agustín filósofo. Incluso Giuseppe me comenta en varias ocasiones que se me ve mala cara. Algunos me preguntan si me ocurre algo. ¿Algo? ¡Me ocurre de todo! Me encuentro rodeado de miseria en plenas vacaciones de pascuas. La alternativa que había era disfrutar de unos días de asueto en Cullera. El cuerpo pedía esto, vida buena. El alma, más bien lo contrario: nada mejor que conocer de cerca otras vidas y ayudar en la medida de lo posible a los más necesitados. Pero las dicotomías son malas consejeras. Me siento como un filósofo en medio del ruedo. Ha salido el toro y no tengo espada ni estoque. La vida me va a dar una estocada. Y cada vez estoy más convencido de que no habrá vida después de Larache. Se lo comunico a una de mis mejores amigas y a mi familia. Cada día, después de comer, me voy solo a llamar por teléfono. Necesito encontrarme con los míos y conmigo mismo. Pero es difícil explorar el alma. Lo era en España, rodeado de placeres, y lo es en Larache, rodeado de miserias.

La vida es dura. Más todavía en Larache. España, el país de la picaresca, ya casi parece un paraíso. Me voy a dormir. Si mañana despertaré, sólo Dios sabrá. Buenas noches.

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